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Las ondas que dejamos pasar

Imagina que dejas caer una piedra sobre la superficie del agua. ¿Puedes ver las ondas expandiéndose hasta suavizarse en la lejanía? Esa es pura energía en movimiento. Y cuando parecieran haberse extinguido, en realidad, esas ondas siguen interactuando con los elementos a un nanonivel que tu imaginación no puede concebir (y evidentemente tampoco la piedra).

Ilustración @j.a.ovalles_art


Así como esas ondas son las huellas que dejamos con nuestras palabras y acciones; viajan cargadas con la energía que les imprimimos, y tocan a todas las personas que se cruzan en su camino. Una vez que las dejamos ir ya no nos pertenecen, y muchas veces quienes las reciben no saben de dónde salieron.

Esto es lo que el psiquiatra Irvin Yalom llama ondulación (rippling) o “el hecho de que cada uno de nosotros crea —a veces sin intención consciente o conocimiento— círculos concéntricos de influencia que afectan a otros por años, incluso por generaciones”. Esta imagen no deja de ser caprichosa: las huellas que dejamos son ondas sobre el agua, y aunque desaparecen, siguen vibrando en otros cuerpos.

En su libro Mirando fijamente el sol, Irvin Yalom sugiere que ante la fugacidad del presente, o la angustia que produce el sinsentido de los días, no existe mejor antídoto que reconocer estas ondulaciones que nos permiten “ir dejando atrás algo de nuestra experiencia de vida, algún rasgo, una pieza de sabiduría, guía, virtud o confort que pase a otros, conocidos o desconocidos”.

Con esta idea en mente es más sencillo e inspirador entender el poder real que tenemos en este mundo. La ondulación es una suerte de clave para trascender los límites de lo temporal. ¿No has leído alguna vez que vivimos mientras haya alguien que nos recuerde? Sin caer en las ilusiones de la inmortalidad, en esas ondas que dejamos al pasar hay una manera de trascender sin tener que dejar nuestro nombre en letras de neón o tallado en piedra.

Piénsalo bien. Cada uno de nosotros es capaz de detectar esas ondulaciones. Las que enviamos y las que recibimos. En mi caso, pienso en las personas que se me han acercado para decirme: “tú eres la razón por la que estudié Comunicación Social”, y también, en tantos maestros que he tenido en mi paso por los medios. Igualmente, en quienes me comentan que un par de líneas que escribí les llegaron en el momento justo, así como en los libros que atesoro, y en las páginas que me han dejado sin aliento.

Pero sobre todo pienso en los ojos amorosos de mis padres, y en las miradas de horizonte abierto de mis hijas. Allí, como de ninguna otra manera, puedo sentir el paso de la onda más fuerte y sagrada que existe: la energía vital que mueve este universo.

Si, además, pensamos que esas ondulaciones van expandiéndose en el espacio de la ciudad, entonces, podemos imaginar sus efectos positivos en un día cualquiera. Sea con unas palabras amables, una sonrisa o unos minutos que entregamos para realmente conectar con la gente que nos rodea, desde el gesto en apariencia más banal hasta nuestro mayor esfuerzo pueden tener consecuencias poderosas en otras personas.

Y, sin que quizás jamás lo sepamos, esa es la belleza del asunto.

Lo paradójico es que Irvin Yalom le habla de ondulaciones a sus pacientes cuando sufren de ansiedad ante la muerte: para quien tiene miedo de enfrentar lo inevitable, una dosis de realidad igualmente segura. Porque lo queramos o no, por el simple hecho de vivir vamos dejando huellas.



¿Cuáles son las ondas que expandes cada día a tu alrededor? Si te fijas, en ellas están la razones que llenan de sentido a la vida. La tuya y la de tantas personas que puedes tocar, incluso sin proponértelo.


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